Es domingo a las 5:30 de la tarde en San Francisco. La temperatura es de 55 grados Farenheit, los vientos son de 25 millas por hora y el cielo está bastante nublado. Abro las persianas de mi sala y disfruto de una vista que de alguna manera me da tranquilidad. Desde mi gran balcón observo un inmenso árbol con grandes ramas que en esta época del año empiezan a caer en un piso que es como una gran alfombra verde sobre la cual quiero acostarme a ver pasar las nubes.
La puerta de mi balcón es de vidrio, no la abro porque hace mucho frío, pero dejo las persianas abiertas para apreciar todo el verde que hay afuera. Me siento en mi cómodo mueble y simplemente lo observo todo. Tomo uno de mis libros de la universidad y empiezo a leer sobre las propiedades físicas del sonido y sobre las condiciones necesarias para que exista el sonido. De pronto me encuentro en medio de una discertación científica y filosófica. ¿Es posible que exista el sonido sin un elemento conciente que lo perciba? Si una hoja cae en el medio de un solitario bosque y no hay nadie ahí para escucharlo, ¿existió ese sonido?
Avanzo en mi lectura y caigo en cuenta de uno de los engaños más grandes en la historia de la humanidad: la secuencia con la que empieza Star Wars. Estamos en el espacio y de pronto esa gigantesca nave pasa por encima de nuestras cabezas. El Star Destroyer es imponente, infunde cierto temor y el sonido que produce es elemental para conseguir tal efecto, pero es completemente ilógico e inverosímil. Tal sonido contradice las leyes de la física y revela lo poco que entendemos los directores de cine sobre la naturaleza. El arte es una mentira que revela la verdad. Lo siento, fanáticos de Star Wars.
Me detengo en mi lectura sólo para observar mi gran árbol del otro lado de mi balcón. De pronto, otra idea viene a mi cabeza: el Efecto Kuleshov. El Efecto Kuleshov se refiere a la forma como nuestro cerebro organiza y le da significado a determinadas imágenes, dependiendo del contexto que las rodea. Entonces, una misma imagen puede ser interpretada de diferente manera en relación con las imágenes que la anteceden y le siguen.
Si en una película vemos una toma de mi hermoso jardín y seguidamente aparezco yo, sola, en la sala de mi casa, con un libro en las manos, un domigno por la tarde, en pijama, el resultado es un panorama desolador: chica de veintitantos sin nada mejor que hacer que pasar un domingo sola en la sala de su casa; probabilidades de depresión: de moderada a alta; estado civil: soltera o distanciada (en mi caso, físicamente del sujeto de mi afecto), botellas de vino en casa: de 3 a 5 (probablemente todas vacías); tazas de café tomadas: 4; ganas de bañarse: cero.
Si tomamos la misma imagen de mi árbol y la alternamos con una toma de la misma chica acompañada por un joven, la situación cambia drásticamente. Están los dos acostados en el mismo mueble, están abrazados, tienen abierto el mismo libro y se cubren del frío con una pequeña manta. Resultado: romance genuino y puro. Condiciones favorables para abrir una botella de vino, tomar chocolate caliente, escuchar música suave, prender unas velas y acurrucarse.
A algunas mujeres les cuesta admitir que necesitan una cierta dosis de romanticismo en sus vidas. Yo soy lo suficientemente valiente como para aceptarlo, aunque no lo ando gritando. Hoy, domingo ahora lluvioso en San Francisco, me siento lo bastante osada para decirlo: necesito romance.
Al fin y al cabo, ¿quién no?
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