martes, 27 de enero de 2009

Un día no común.

Hacía calor. El sol radiante hacía doler sus ojos a veces muy acostumbrados a la penumbra. Se bajaron del carro, caminaron con paso firme y decidido. Ella la llevaba tomada de la mano. Se veía tranquila. Tomaron el ascensor para evitar las escaleras, entraron y dieron las buenas tardes.

Aquella pequeña sala era el lugar más extraño y ajeno en el que había estado. Tenía paredes blancas, pocas sillas, ninguna mesa, algunas revistas y una puerta de vidrio. Ella dio gracias por esa puerta. En medio de tanto desconocimiento, era capaz de seguir viendo lo que estaba del otro lado: el resto del mundo, su vida, la vida que siempre había llevado, la vida que estaba decidida a seguir llevando.

Se sentaron y luego de algunos segundos de extraño silencio, decidieron que lo mejor era conversar de las cosas que siempre conversaban, Les gustaba recordar cuando eran niñas, las travesuras que hacían, los juegos que inventaban, los nombres que creaban. Así pasaban largos y ratos, y siempre alguna que otra carcajada se escuchaba. A ella le gustaba escucharlas, le gustaba enterarse de tantas cosas, le gustaba verlas reir.

Los minutos pasaban y sabían que se acercaba el momento. Sabían que tenían que hacerlo. La puerta de vidrio ahí. Inequívoco recordatorio del resto del mundo. División entre el caos y esa pequeña sala de paredes blancas y conciencias despertadas.

2 comentarios:

Francisco dijo...

Me transportas con tus letras, eres intensa. Eso me gusta.

Tanyluz Sciortino dijo...

La vida es intensa, estimado. Algunos días más que otros. Tú sabes lo que me gusta. La vida está llena de drama.