martes, 24 de febrero de 2009

Un día sintiéndome fea, la lluvia y mi dolor de cabeza.

Hoy me desperté sintiéndome fea. Pasé una noche terrible con un dolor en el lado derecho de mi cabeza que no me dejó descansar. Me desperté con dolor de cabeza y ningunas ganas de ir a la universidad. Pero igual me paré, después de luchar contra mi sueño y mi migraña, me levanté, fui al baño, me cepillé los dientes, me lavé la cara, me vi en el espejo y pensé: Qué horrible!

Odiaba mi cabello enredado, mis ojeras imborrables, los millones de diminutas pecas en mi cara, que no se ven cuando me arreglo, pero sí a las 7:30 de la mañana cuando me cepillo los dientes. Traté de peinarme, pero nada me gustaba, creo que cortarme la pollina fue un error garrafal, confirmado por mi novio dos veces. Me vestí y me parecía que todo lo que me ponía me quedaba horrible, así que me metí en mi sobretodo negro y mi bufanda rosada. Agarré mi cartera, mis libros y salí, no sin antes ponerme los lentes de sol más grandes y más oscuros que tengo, porque además de querer ocultar mi fealdad, la luz me hacía doler los ojos y aumentaba mi dolor de cabeza.

Hablaba con él mientras iba en el tren y le decía lo mal que estaba y que menos mal no me estaba viendo, porque me sentía la persona mas espantosa del mundo. Además, mi humor no era el mejor. Acostarme y despertarme con un dolor de cabeza que se sentía como si me estuvieran abriendo la cabeza, no me ponía en la mejor disposición para lidiar con el mundo y ser nice con la gente. Yo, que siempre soy nice.

Entré a mi clase de Producing for Motion Pictures, cosa que sólo sirvió para dejarme bien claro que pronto tendré que empezar a pedir dinero en las calles de San Francisco para el rodaje de mi tesis, porque solamente en seguro de personal y equipos será un montón. Salí de mi clase, empezó a llover, saqué mi paraguas, pero hacía tanto viento que mi paraguas se destrozó (eso me pasa por comprar los que cuestan cinco dolares), así que no me quedó sino caminar o mejor dicho, correr hasta la estación del tren.

Mi dolor de cabeza había aumentado, el viento casi no me dejaba ver, pero yo corría como podía. De pronto sentí un gran trancazo, me estrellé contra alguien y el contenido de mi cartera terminó en el piso. El hombre contra el que me estrellé, se agachó y me ayudó a recoger todo, mientras yo le decía: "I´m so sorry, I´m so sorry..." Él sólo se reía y me decía que no me preocupara. Terminamos de recoger mis cosas y cuando nos íbamos a poner de pie, me vio y me dijo: "You are the most beautiful woman I´ve ever seen". Me reí por un segundo, nos levantamos, no le pude ver la cara por tanta lluvia y tanto viento, le di las gracias por haberme ayudado, me di media vuelta y me fui.

Sé que lo dijo en broma, pero se llevó un poco mi mal humor.

jueves, 19 de febrero de 2009

Mi llanto ¿sin razón?

Hoy mi novio me preguntó si alguna vez había sentido ganas de llorar sin tener una razón. Yo le dije que sí. De hecho, a veces sucede que todo lo que necesito es que me hagan esa pregunta para sentir ganas de llorar, como me ha pasado hoy. Y uno dice que sin razón, pero creo que todos tenemos alguna razón. No quiero hablar por los demás, sólo hablo por mí. Una o dos veces al mes me hace falta llorar. A veces lo hago como una gafa viendo el final de Amelie por enésima vez. A veces lo hago porque quiero ponerme un vestido y no tengo a nadie que me lo cierre. Otras veces lo hago porque me siento sola, porque extraño a mi familia, a mi novio, a mis amigos, porque es domingo, llueve, hace mucho frío y sólo tengo mantas, abrigos y una calefacción para quitarme el frío. A veces lloro porque escucho una canción que no quiero escuchar, pero que en el fondo sí quiero escuchar, a veces lo hago a la medianoche justo antes de quedarme dormida y a veces lo hago cuando voy en el tren, antes me ponía mis lentes de sol para cubrirme de los demás. Ya no.

Pero cuando la vida me agarra desprevenida, me sacude las bases de mi existencia y me da una razón irrefutable para llorar todos los días del mes, yo, en cambio, no lo hago. Mi corazón y mi mente necesitan estar enfocados en que esto va a estar bien. Entonces, en un increíble acto de lucidez, inteligencia o cobardía, camuflajo mis razones y las condenso en esa necesaria dosis mensual de llanto; porque necesito llorar con o sin razón (aparente).

domingo, 15 de febrero de 2009

Una noche de decepción.

Hace un año y siete meses tomé un avión que salió de Caracas con destino final a San Francisco. Por mucho tiempo estuve esperando ese momento. Irme significaba que empezaba un camino que me llevaría (aún lo transito) a lograr una meta muy importante.

Paradójicamente, el día de mi partida fue un día triste para mí. Aunque mis padres me acompañaban en ese momento, yo dejaba a gente muy importante en mi vida y sabía que eventualmente, también estaría sin ellos. Hoy tengo un poco más de año y medio viviendo en la costa oeste, estoy en una ciudad espectacular, voy a una universidad de primera, pero tengo un cordón que me conecta directamente a mi gente y a mi país.

Cada vez que en Venezuela pasa algo malo, la gente me dice: "ay, menos mal que estás allá". Yo no puedo sino molestarme cada vez que me dicen esto. Sí, yo estoy aquí, pero mi familia y la gente que amo, están allá. Yo no puedo desligarme y olvidarme de que Venezuela va en caída libre desde hace tiempo, y al parecer, cualquier cosa parecida a una malla de seguridad, ha desaparecido este 15 de febrero a las 9:35 pm, cuando el 54,36% de la población votante venezolana demostró que el país está dominado por una ignorancia sobrecogedora.

Al final del día me sentí como si hubiese estado corriendo por horas. Me sentí abatida y sumamente triste. Me entristece ver cómo los habitantes de mi país han elegido el abuso de poder, las amenazas, el odio y el resentimiento social.

Alguien me dijo esta noche: "amanecerá y veremos". Yo digo: amanecerá y veremos que los venezolanos se han labrado su propio camino hacia el totalitarismo y la muerte de la libertad.

sábado, 14 de febrero de 2009

Sobre los silencios que incomodan y mis pecas descubiertas.

Hoy pensaba en lo difícil que en ocasiones me resulta sentirme totalmente a gusto con la gente. Cuando digo "a gusto", me refiero a ese estado en el que no me preocupo por cómo estoy vestida, o si las pecas de mi cara estás debidamente cubiertas por una capa de base, o si mi cabello está perfectamente alisado. Cuando logro compenetrarme así con alguien, no me preocupo por llenar los silencios. Esos inevitables silencios que con frecuencia me incomodan y me hacen buscar temas de conversación completamente desechables. Odio esos silencios. Esos silencios que indican. 

Pocas veces he sentido la tranquilidad de poder estar con alguien sin tener que preocuparme por lo próximo que voy a decir. He comprobado que no hay nada como estar con una persona sin tener pensar en cómo llenar los silencios. Incluso, descubrí que cuando no pienso en ellos y no me preocupo por ellos, resultan maravillosos. Se convierten entonces en silencios para la complicidad, para el abrazo, para el roce, para el beso...

Me interesan los silencios. Dicen mucho más de lo aparente.  








jueves, 12 de febrero de 2009

La fugaz dicha de ser talla seis.

Yo nací en Caracas, pero también soy italiana. La mitad de mi familia es de Italia y la mitad de mi sangre también. Se nota en mi apellido, en como me cambia la manera de hablar cuando estoy en Italia, en algunos gestos que hago y en mi cuerpo.

Siempre he vivido en una lucha constante por perder peso y ejercitar sobre todo mis piernas y mi trasero, pues aunque me dicen que no tengo porque hacerlo, a mí me parece que sí, y siempre pensaré que mis piernas y mi trasero deberían ser más delgados. Durante los últimos seis o siente años, entré en un período de estancamiento en el que no importaba qué dieta o rutina de ejercicios hiciera, yo no bajaba de peso. Milagrosamente, eso cambió en el último año y medio. Aparentemente mi metabolismo cambió, y descubrí que eso de comer pequeñas porciones cinco veces al día, es verdad.

El hecho es que rebajé casi sin darme cuenta. Un día todo me empezó a quedar grande y cuando me pesé había rebajado unas considerables 7 libras. Pesar 56 kilos era algo que no me pasaba desde el bachillerato. Qué felicidad.

Entonces decidí ir a comprarme algo de ropa. Estaba con mi novio aquí en San Francisco y como él es peor que yo en eso de gastar el dinero, pues éramos perfectos el uno para el otro. Entré en Old Navy y agarré unos jeans de corte bajo color azul; tomé un par de la que había sido mi talla por muchísimo tiempo: ocho. Lo vi y pensé que quizás, a lo mejor, agarraba uno talla seis para ver qué pasaba. Fui osada y lo hice. Me fui a los probadores.

Me puse el talla ocho y dije: “mmm...bien, pero, se ve un poco...” Me puse el talla seis y cuando subía el cierre sentía que llegaba a la cima de una montaña. Me quedó. No sólo eso, me quedó bien. Soy talla seis y no lo puedo creer.

Salí del probador y corrí hacia mi novio con una gran sonrisa en el rostro. Él también llevaba algo de ropa que le había gustado, así que nos pusimos en la cola para pagar. Yo no dejaba de sentirme feliz y de decir: “no lo puedo creer, no lo puedo creer...” Detrás de nosotros estaban dos muchachas también esperando para pagar. Dos rubias de cabello liso, ojos claros, maquillaje acentuado, grandes senos y tacones altos. Ellas hablaban de cualquier cosa, yo no les prestaba atención, pero de pronto pude escuchar algo:

- I thought you weren’t taking those pants. You should really lose weight now before getting clothes that size.

La otra le contesta:

- Oh, shut up. I never thought this would happen to me. I´m a size six. I wanna kill myself, but I need the pants.

Inmediatamente vi a mi novio. Él medio sonrió e hizo un gesto como diciendo: “Por Dios...” Me abrazó y me dio un beso.
Pensé en lo injusto de ese momento. Mi felicidad estaba siendo arrebatada en segundos por dos extrañas.

Yo peso 56 kilos y soy talla seis. Talla SEIS. Que se horrice quien se tenga que horrorizar, a mí me parece sencillamente increíble.

miércoles, 11 de febrero de 2009

A six-word story.

For sale: baby shoes. Never worn.

Ernest Hemingway.

domingo, 8 de febrero de 2009

Yo, esta noche.

Esta noche me voy a dormir sin ti. Sin tu olor. Sin tus manos.

Esta noche las lágrimas me inundan el alma. No hay luz de luna. No hay estrellas, ni calma.

Esta noche me pregunto si lo voy a lograr. Me pregunto si estarás conmigo, si tomarás mi mano.

Esta noche te recuerdo en ese valle de espejos mágicos y cantos de gloria.

¿Estarás conmigo? ¿Tomarás mi mano?

¿Te diré que te amo?

Esta noche cierro los ojos y en un segundo estás aquí. ¿Quieres bailar?

Esta noche voy subiendo esta montaña y sólo pienso en cada paso que doy. ¿Estás a mi lado? ¿Compartimos este peso?

Yo no te dejo. No te suelto. Pero, tú...¿me seguirás cantando?

¿Estarás conmigo? ¿Tomarás mi mano?

¿Me dirás que me amas?

jueves, 5 de febrero de 2009

Historias de Tren.

Clara y Juan ya han tomado mucho café juntos. Sus sábanas ya están viejas. Sus días son todos predecibles.

Una mañana de un día lluvioso, Clara y Juan entran al vagón en donde me encuentro. Se sientan e inician un callado recorrido. Clara está cansada. Los círculos negros alrededor de sus ojos y su mirada escurridiza me lo gritan. Su cabello rojo intenso, reseco y maltratado por el tinte cae sobre sus labios carcomidos por los años. Clara se recuesta sobre la ventana. Su mirada se pierde en el horizonte. Su mente abandona el bagón.

Juan tiene el ceño fruncido. Las arrugas en su piel parecen cortadas que le llegan más profundo de lo que puedo ver. Sus ojos apuntan al suelo y sus brazos cruzados me hacen pensar que no le importa nada de lo que pasa a su alrededor.

Clara y Juan están sentados uno al lado del otro, pero parece que en medio de ellos hay una pared de concreto que los acompaña noche y día. No se hablan. No tienen nada que decirse.

El tren sigue avanzando y Clara recuerda la primera vez que Juan le fue infiel. Eran muy jóvenes. Tan sólo tenían 5 años de casados. Ella lo sabía, pero su miedo era más grande que las ganas de estrellarse contra el suelo. Clara pensó que no volvería a ocurrir. Que pasaría. Qué equivocada estaba.

Lo supo de nuevo a los 8 años de casados, luego a los 11, y a los 14 y a los 20... Los actos de infidelidad de Juan crecían a la par de la cobardía de Clara. Ella nunca tuvo el coraje de enfrentar a su marido y hoy se arrepiente. Se arrepiente de haberlo dejado pasar, se arrepiente de haber pensado que con cerrar los ojos desaparecería, se arrepiente de no haberse valorado lo suficiente, se arrepiente de haber pretendido que no pasaba nada, se arrepiente de haber dejado que la pisotearan, y sobre todo, se arrepiente de estar montada en un tren hacia San Francisco con sus manos arrugadas, la mirada perdida y el peso de la culpa que la consume.